Poesía
Cuando la angustia y la soledad se le atascan en la garganta, lo cual puede
llegar a ocurrir varias veces a lo largo de un día standard, cierra los ojos y se
imagina que está en Helsinki.
El aire puede hacer sangrar a quien respira, el sol pule las avenidas, la
arquitectura de la ciudad muestra a los transeúntes su larga sonrisa de
ventanas. La gente tiene pelo como nieve y ojos como agua. La piel es
transparente, es decir, podría decirse que no hay piel; pero esta pureza es
común en los climas fríos. Es difícil mentir a cara descubierta. Por eso,
cuando alguien le dice a alguien "minä rakastan sinua", ese alguien (el
segundo) enseguida sabe si es verdad.
Cuando las miradas a su alrededor se cierran, cuando las voces se cubren de
ceniza, cierra los ojos y está en Helsinki. Bajo la protección de Jean Sibelius y
del General Mannerheim y de los estudiantes rateados del colegio que pasean
por el Parque de la Explanada. El estilo de los edificios se llama
neorrenacentista, pero trataremos de decirlo en poemas.
Cuando las horas asfixian, cierra los ojos y está en Helsinki. Previsiblemente,
hace frío. Tendría que haberse puesto una campera.
Y si las estrellas fueran más que alfileres de diamante sosteniendo el paño azul del cielo atardecido, y si los días fueran más que el mudo espacio que va de noche a noche, y si, y si. Nunca supe parar de preguntar, y, a pesar de haber visto tantos mundos, tantos años empezar y terminar como una piedra lanzada a ras del agua, me siguen faltando las respuestas. Se ensancha la bóveda estrellada sobre el suave azul del día que termina, y hoy aquí: en esta ciudad, con sus noches erizadas de milagros y sus orillas salpicadas de planetas, por donde camina una muchacha de piernas flacas y andar determinado. Sus estrechos pies sobre la arena. De pronto soy ese hombre que camina en dirección opuesta a la de ella, destinado a cruzársela en instantes: feliz mortal, si lo fuera. Me muevo con insospechada solvencia dentro de la liviana camisa y pantalones (aprendo rápido), observando las piernas desnudas que me trae el anochecer como un regalo. Porque así se visten las mujeres de estos tiempos: impune cuasidesnudez que aun a mí, transgresor y liberal, se me antoja un tanto obscena. Cuando pasa por mi lado, le dedico una mirada de franco interés y escasa inocencia desde esta cara prestada; pero algo hay que no he podido esconder tras este par de ojos anodinos, borrados por los vestigios de la tarde, y que la hace sobresaltarse, vacilar, apurar el paso hacia adelante. Tal vez tengo todavía las señas delatoras del ahogado, o han asomado brevemente mis facciones perdidas, de otro siglo, mi rostro tan penosamente imberbe. Se fue la muchacha. Imposible retenerla, tender la mano hacia la arruga en el tiempo donde aún sigue caminando por la orilla. Con mi cabeza entre el aire y el vacío. Imposible hacer un gesto que la detenga, preguntarle qué pasaría si las estrellas, y por otro lado, pensándolo bien, no me atrevo a decir nada: hace casi doscientos años que no hablo, y tengo miedo de mi voz. Además, aún siento los dedos del agua en la garganta. Esta ciudad como de leyenda hacia donde me han traído por casualidad los cirros en jirones tiene edificios altos como gigantes bíblicos, y los balcones que se inclinan sobre el mar están hinchados de luz. Quisiera no haber muerto hace tanto. Mejor: quisiera estar vivo. Para seguir escribiendo palabras que queman los ojos al leerlas, que saltan al cuello como dientes, pero también para caminar una mañana de viento sobre estas baldosas tan firmes, sabiendo que están pegadas a la Tierra. Para ser uno de tantos que pasean perros o besan mujeres, felices y anónimos, sin que nadie los mire a medio camino entre la duda y el escalofrío. Para seguir haciendo las preguntas sin respuesta que siempre he hecho, preguntas que me llevaron a bordo de aquel frágil esquife en busca de algo de sol y algo de mar y algo de paz para mi fuego, aquella tarde en que volé sobre la espuma y sobre el miedo, volé sobre la muerte y sobre el mar, y me hundí al fin en el fragor de la tormenta.
yo bajo tu luz inmensa
tu luz en lo alto, amor,
yo en el círculo de sangre
que gira en torno a tu voz
yo tendiendo vivas manos
hacia las tuyas que no
desde el círculo incendiado
donde ardo sin calor
yo desde el abajo herido
toda vida hacia tu voz
hacia la luz desvelada
de tu toda muerte, amor
Tiene el pelo rubio y los ojos pálidos. Es curioso cómo todo el mundo piensa
que los ojos son azules, tal vez porque no parece que ojos tan pálidos puedan
ser de ningún otro color, pero al mirar de cerca los retratos se ve que son
marrones. Hay varios retratos, pero a mí el que más me gusta es el de
Veronés, porque se perdió hace mucho tiempo y todos los que lo vieron han
muerto. Seguro que en ése sus ojos son azules como un cielo italiano, no
marrones, no de un gris deslavazado y sucio como los cielos de Flandes,
donde murió de gangrena. Una herida en el muslo, recibida en combate. En
medio del dolor y la fetidez y las continuas visitas graves y llorosas,
encontró tal vez un espacio para recordar a la que él llamaba Stella, pero en
realidad se llamaba Penélope. La única vez que se animó a darle un beso,
ella, la esposa de otro, estaba durmiendo, y no sabemos si se despertó o se
enteró ni cuál fue su reacción, pero yo pienso (tal vez porque él tiene tanto
miedo y es tan cruel morir lejos de casa) que ella lo quería y él llegó a
saberlo. No sé si le sirve de consuelo. Ahora entendemos por qué el
emblema de su familia era el puercoespín: se puede parecer invulnerable,
incluso temible, y ser en realidad un pequeño ser muy asustado que no sabe
a qué poder encomendarse. Su última misiva está en latín. No puedo
escribir más pero con las fuerzas que me quedan te ruego que vueles hacia
mí. La carta era para el médico, pero podría haber sido para ella.
Esposo mío,
por la apreciada que nos mandaste del Polanco
he sabido que vas por la campaña
y pasando grandes trabajos por las gentes.
Dios te los compense, y en hacer
de cada honesto oriental un hijo tuyo
derrame bálsamo sobre el dolor
de la muerte de tus niñas.
La herida que sangra en mí,
que hace de mí la herida,
no ha de cerrarse.
Aquí no estamos tan pobres,
gracias a los socorros que nos mandas
y al cuidado de mi querida madre.
Pero yo siempre tengo frío.
Algunos días están llenos de voces.
Formas fantásticas me siguen por los cuartos.
Las risas de Eulalia y Petronita
tiran de mis faldas, y silba en torno a mí un viento malevo
como el que corta al vuelo tu caballo.
Después, todo es un gran vacío negro
que se traga hasta el aire mismo de esta casa.
En las noches, se me esconden las palabras
a la luz del candil.
Se me espesa de gritos la garganta
pero no puedo acordarme de tu nombre.
Cuándo habrás de volver, Josef, Josef,
para abrazar a tu prima-esposa Rafaela,
para vencer las sombras que la envuelven.
Esposo mío,
por la apreciada que nos mandaste del Polanco
he sabido que vas por la campaña
y pasando grandes trabajos por las gentes.
Dios te los compense, y en hacer
de cada honesto oriental un hijo tuyo
derrame bálsamo sobre el dolor
de la muerte de tus niñas.
La herida que sangra en mí,
que hace de mí la herida,
no ha de cerrarse.
Aquí no estamos tan pobres,
gracias a los socorros que nos mandas
y al cuidado de mi querida madre.
Pero yo siempre tengo frío.
Algunos días están llenos de voces.
Formas fantásticas me siguen por los cuartos.
Las risas de Eulalia y Petronita
tiran de mis faldas, y silba en torno a mí un viento malevo
como el que corta al vuelo tu caballo.
Después, todo es un gran vacío negro
que se traga hasta el aire mismo de esta casa.
En las noches, se me esconden las palabras
a la luz del candil.
Se me espesa de gritos la garganta
pero no puedo acordarme de tu nombre.
Cuándo habrás de volver, Josef, Josef,
para abrazar a tu prima-esposa Rafaela,
para vencer las sombras que la envuelven.
Ya no te amaba, sin dejar por eso
de amar la sombra de tu amor distante.
Julio Herrera y Reissig
si estuviera walt whitman acá, cómo los cantaría y les cantaría con su ronca
voz de augur callejero, dedicándole su himno de larga vigilia gris a la oscura
grey de pobres mansos, ciudadanía de hormigas, tocando con su mano a la
que espera en la parada, al policía, al hurgador, al procurador cansado en
sus zapatos, a los niños que piden, a los viejos que piden, a las gordas de las
expo, a los chiquilines que salen de facultad, al garrapiñero, al del puestito
de correas de reloj, al quinielero medio ciego, al ministro de la suprema corte
que llega tarde al acuerdo, al que se compró el celular, a la que recita
poemas en el bondi, al lustrabotas, a las que reparten volantes de usureros o
casas de masajes y a mí, que miro todo con el amor de quien se va, quien se
está yendo.
"estoy enamorada de mi hija", me dice mi amiga, y la alza en brazos como a
un cachorro, frente enfurruñada, cabecita gris. "es un amor que no
conocemos, es algo distinto", me dice, y le creo, algo escrito en los ignotos
códices de nuestra sangre desde antes, desde mucho, desde la vieja infancia
que caminamos juntas siendo dos y más niñas y más, desde su madre y la
mía y sus madres, que nos miran desde una mañana antigua como un patio
tejiendo la clara urdimbre de nuestros nombres. "ya sé", contesto, y aunque
no sé, aunque no he tenido en brazos a una mujer tan pequeña que sea mía, a
una diminuta anciana arrugada y tibia como ésta, cierto es que sé, que
comprendo cómo una verdad puede ser más que las otras, hacerla más cierta
a ella, a mi amiga, quiero decir, a la que hoy es ella y ema, la verdadera
marcela.