Fecha

2022

Categoría

Narrativa

Era tarde en la noche cuando mi mujer me habló. Yo tenía la cabeza hundida en la almohada, los ojos cerrados. La portátil del lado de ella iluminaba pálidamente su cara. Yo sentía en los músculos y las vértebras de la espalda fuertes puntadas: la concentración del partido, el giro de la bocha en la pendiente de mejillón, las horas transcurridas con las manos tiesas al volante, la mirada en el camino lavado por la lluvia, el miedo a pechar alguna vaca confundida.

Esther se había lavado los dientes, sabía que había estado unos instantes quitándose pelos de las cejas y leyendo las propiedades de la crema que le traje de Montevideo. La escuchaba callada en el baño.

Entró a la cama sin hacer ruido, como un barco a un dique. Acunó sus brazos con suavidad a mis hombros, susurrando:

-Hoy el capitán Marrero y Elena se encontraron, acá.

Fue lo único que dijo. Y entornó sus párpados. No sé si esperaba que le respondiera. Quiso compartir algo que yo no intuí. Quizás pensó que me molestaría y por eso esperó que pasara la cena, la charla, el café, el informativo de medianoche, los besos largos. Por eso mantuvo triviales sus labios hasta la palidez de la cama, en aquella luna de un agosto cansado que se diluía.

Pensé una réplica para mí, pero el calor de sus manos en mi espalda me obligó a decir sólo:

-Está bien, mi amor.

* * *


Tuve que trasladarme hasta Solís de Mataojo, por un partido del campeonato de bochas del Este. Llamé a Esther desde el boliche de Souza, que había armado una canchita linda.

-Mi amor, llego a las once; esperame.

-Sí, estoy lavando ropa. Hice bifes.

-Dejá la luz del garage prendida, no te olvides porque...- pero no pude terminar porque ella me cortó:

-Eduardo... hoy vino de nuevo Elena… con el capitán- y esperó en un silencio cómplice.- Es un hombre bueno... Quiero que lo conozcas.

Encendí un cigarrillo y sin separarlo de mis labios soplé un humo espeso.

-Eduardo, ¿estás fumando?

-No estás en condiciones de recriminarme nada, ¿no?-dije en una mueca.

Silencio.

Dijo:

-Después hablamos. Te espero despierta. Un beso en cada kilómetro- y colgó.

Sonreí. Siempre me decía eso y, de alguna manera banal, me enternecía.

-Ya voy- susurré al tubo mudo, dando otra pitada larga.

Souza ya me servía un café cargadísimo para el viaje. Una bombilla descansaba hacía años en el mate oscuro, que era como una mutación atómica de su mano; esa misma bombilla que se colaba intermitente por los huecos de la dentadura del bolichero.

Durante el trayecto tosí. Esther tenía razón.

Unas nubes lechosas iluminaban mal la luna escondida y peor apantallaban la ruta sinuosa. Volví a Punta del Este, perdida entre los árboles altos y las olas saladas

Una cuadra antes de mi casa una liebre salió de un baldío y corrió delante del Ford unos treinta metros y dobló a la derecha para perderse en el bosque de pinos.

Al entrar al garage vi la mesa pronta. El mantel de plástico a finas rayitas rojas y blancas me recordó el discurso de un senador, esa mañana: “El país debe seguir esta senda”. Los bifes humeaban un vapor que se condensó en mi palma. Esther miró mis manos al comer. Los tenedores habían sido regalo de boda de su madre. Detrás del horno, en la calma nocturna se escuchaba el lavarropas de vaivén.

-Vinieron de tarde, al caer el sol. Me sorprendió por lo temprano. Raúl todavía hacía los deberes…

-¿Quién es su esposa? –pregunté con ironía.

-No digas eso, Eduardo, que para Elena esta ha sido la decisión... Su esposa está en la Comisión de Fomento. Va a tes y esas cosas.

-Fomento de la cornamenta... –sonreí de nuevo y arrugué la servilleta.

-No hables así, Eduardo. Sabés que Elena está como... como... –no encontraba el término exacto- ...como renacida.

La miré

-Sí, de verdad. Ríe, habla con entusiasmo –los ojos de Esther se emocionaron.

-Habla como si con él bastara– dijo y se calló.

Yo sentí obvia curiosidad.

-¿Qué hacen?

Mi esposa me explicó con suavidad:

-Ellos vienen un rato, y charlan. Yo los dejo solos en el comedor y les traigo un té. Una hora después más o menos él se va.

Entonces Elena me cuenta de Guzmán, que le resulta un martirio tener que volver a su casa y mirarlo a la cara, –sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

Me acerqué y le acaricié la nuca. La besé en el cuello. La abracé. Pero Esther respiró hondo, se retiró unos centímetros y siguió contándome, como si mi acercamiento manchara un poco su anécdota.

-Apenas hablamos del capitán Marrero. Elena se cubre en nuestra intimidad de amigas. A mí su silencio me conforma, y así sé que así ella se queda tranquila.

Esther miraba pensando, reflexionando en el dolor y en los pocos minutos de romance de su amiga; ni se percató de que saqué los cigarros, encendí uno y coloqué su voz dentro de una nube de humo.

Elena y el capitán Ulises Marrero se habían conocido tres o cuatro semanas atrás, en el juzgado. Un marinero había matado a un vagabundo de un botellazo una noche de sábado, cerca del puerto. Resultó ser subalterno de Marrero. El capitán había tenido que ir a declarar. Elena, empleada del juzgado, le había tomado declaración, y había sido un flechazo mutuo, de la forma que podían enamorarse en 1960 dos personas que habán pasado los cuarenta años y ya casadas. Él tenía un vago parecido con John F. Kennedy, los ojos claros y la piel bronceada y un poco cuarteada por el sol; ella se había peinado el pelo a lo Jackie.

Luego él la había invitado al baile de Pascua que organizaba la Armada en el Yacht Club de Punta del Este. Para ese entonces, Marrero ya sabía que estaba casada.

Imaginé dos figurines de película con un fondo de luna llena reflejado en la bahía, agarrados de la mano, él seguramente fumando, ella con sus finos zapatos de taco entre las rocas.

Esther me contó que Elena pasaba horas y horas caminando por la Rambla o por las escolleras o mirando las gaviotas en la noche, sola.

-¿Estás segura de que Guzmán no sabe nada?-le pregunté.

-No. Digo, creo que no…

De pronto, me dijo alterada:

-¿Por qué? ¿Te preguntó algo?

-No –dije dejando escapar humo- Hace semanas que no paso por el club. De cualquier manera, nunca tuvo esa confianza conmigo. Es un tipo más bien parco. Lo conocés bien.

Esther se contestó pensativa, con la vista perdida como afirmación de que que había dicho.

-Elena es otra mujer y sé lo que digo. Ese hombre la hizo florecer- me dijo mirando la nada. Y luego me miró con cierta vergüenza.

Me paré y la besé, y sin querer, se me cayó la caja de cigarros del bolsillo.

El lavarropas mantenía todavía su monótono canto budista.

Antes de dormirme, antes de que el cuerpo se me aletargara en una rigidez suave, pensé en la manía de mi mujer, de gozar en su intimidad con la intimidad a medias de los otros dos en un living con televisor, estufa a leña y té tibio.

* * *


Debíamos jugar un partido en Aiguá. Yo era la pareja de Costiglia, pero a último momento se sintió mal y no fue. En su lugar jugué con un chiquilín, Emilio, un púber todavía.

En esa noche de finales de setiembre apenas volaban hojas de diario desparramadas y serpentinas. Había fiesta en el pueblo. Durante el baile en la plaza, con la bufanda hasta las orejas por el frío, vi parejitas tomadas de la mano o apretadas pecho con pecho y pensé sin querer en Elena. Compañera de Esther desde la escuela hasta preparatorios, luego se separaron un poco porque ella se fue a Montevideo a estudiar Derecho. Nunca terminó de recibirse: volvió a los dos años, como procuradora, y comenzó a trabajar en el juzgado. Alta, flaca, con poca nariz; “Elena la pianista” le decía yo, por sus dedos. Y casi enseguida se casó con Guzmán, un apicultor que vivía de las colmenas que le había dejado su padre. Raro el casamiento. Él en realidad tenía varias colmenas en los alrededores de la ciudad y era uno de los pocos proveedores de miel a las despensas. Era famoso porque sus abejas hacían una miel muy oscura.

Pensé con sinceridad en Esther y en mí. Raulito era nuestro vínculo. Esther se había enamorado, me había querido, pero el mismo proceso de tibieza mía también la había alcanzado a ella.

Creo que la relación con Elena era más profunda que la nuestra. Varias veces había escuchado a Elena decir que si tenía un hijo le pondría Raúl, que si alguna vez bautizábamos a nuestro Raúl ella sería la madrina; que era lo más cercano a un hijo para ella. Que extrañaba hacer regalos y tener “compromisos”. Elena nos envidiaba. Pero no en un sentido destructivo, sino mirándonos desde la inferioridad de una solterona casi. Se querían como hermanas, o quizás como algo diferente, que todavía no está definido en una palabra.

Llamé para casa a eso de las ocho:

-Te preparé unos zapallos en almíbar, mi amor...-hizo una pausa- Eh... Eduardo, para este domingo arreglé para hacer un asado con Elena y el capitán. ¿Te parece bien?

La idea en cierta forma me divertía. De todas formas fingí:

-Mirá, el problema es que está la parilla floja; hay que cambiar unos ladrillos en el parrillero.

Esther se mantuvo en silencio.

-Bueno, después hablamos.

-Un beso en cada...-pero colgué antes y no terminó la frase.

Mi Ford estaba estacionado en una calle lateral, llena de bosta de los caballos que habían desfilado con las sociedades nativistas. El olor era notorio entre los demás de la noche. En un bolichón unas mujeres con vestidos descoloridos tomaban té. Pensé que serían de la Comisión de Fomento.

La ruta 39 es engañosa de día y mucho más a la una de la madrugada. La grava estaba bastante suelta. El auto tenía algún cable haciendo falso contacto porque el faro derecho no prendía, así que recorrí los kilómetros “tuerto” y cansado.

Llegué pasadas las tres, exhausto y sin hambre. Un enorme huevo frito descansó intocado hasta la mañana siguiente en que Esther lo mandó al tacho de basura.

* * *


Toda la mañana del domingo Esther estuvo nerviosa, con los últimos preparativos. Iba de aquí para allá, me ayudaba a fijar los ladrillos flojos en el parrillero, cortaba verdura para la ensalada, rezongaba a Raulito. Pero bastó que Elena atravesara la mosquera que daba al fondo de casa para que todo su ánimo se calmara. Las dos se abrazaron en una simbiosis exacta, ya que estaban vestidas con sendos vestidos color caqui. Por un instante me costó distinguir de quién era cada brazo.

El capitán Marrero entró después, alto, uniformado sin estarlo, de bigote fino y piel color ocre. Trajo una botella de vino tinto.

Eso era un buen comienzo. Me sacudió la mano con fuerza y elegancia, como buen militar.

-Es chileno, me trajo un amigo –me dijo apuntando con la pera a la botella, al sentarse en una butaca que yo había sacado del living.

El sol del mediodía era un perfecto feto de primavera. Había olor a flores en el aire.

Yo me esperaba un marino tieso y callado, pero Ulises –lo llamé así desde el principio- me sorprendió por lo cordial. Vivaz, chistoso, lejos del acartonamiento marcial y más cerca del compinche de mostrador.

Desde el borde de la parilla, en mi papel de asador, yo divisaba todo el panorama. Ahora el capitán de navío era yo. La navegación era calma y los tripulantes la estaban pasando bien. Raulito jugaba con sus autos de miniatura; Esther buscaba la sal en el placard; Elena y Ulises, hablando casi en secreto, junto al cerco, miraban la floración tardía de las hortensias y creían con ingenuidad que su historia tenía algo ver con eso.

En un momento, el capitán se acercó y sirvió dos vasos de vino.

-Sabe que le agradezco por su paciencia y su respeto.

Dijo esto mirándose las uñas prolijas, bajando los párpados como si fuesen persianas, con una enorme culpa.

Le dije que lo hacía porque lo entendía, porque apreciaba a Elena, aunque en realidad había en mí un dejo de morbo e ironía. Había tomado bastante vino a esa altura.

Prendió un cigarrillo y me ofreció otro. Lo acepté.

-Lo que está haciendo habla bien de usted, pero no sé si habla bien de mí.

Dio una larga pitada y miró el asado y las brasas humeantes. Creí que no debía decir nada, y llené mi boca en otra pitada.

Era un lindo domingo, y yo compartiendo un asado con nuevos amigos. No podía quejarme.

Corté la conversación y derivé hacia el asado:

-Es mejor poner el mojo cuando la carne está fría, porque filtra mucho más.

Marrero asintió con la cigarrillo en el borde del labio.

-Estoy de acuerdo, aunque pocas veces como con mojo. Me gusta la carne sola.

-No pasa nada; dejo el pedazo de vacío sin mojo.

-No, no, -me dijo, disculpándose- mire que no lo decía por eso, por favor.

-A sus órdenes, capitán- le dije haciendo en broma una venia. Luego chocamos los vasos en un brindis.

Marrero sonrió moviendo el bigotito estilo Xavier Cugat. Supuse que tendría unos 45 años. Me contó una historia divertida sobre una gran bajante, por el ’48, que sorprendió a su barco cerca del Banco Inglés. Parece que el banco se asomó como una panza de arena en mitad del Río de la Plata. Desembarcaron, hicieron fuego, comieron asado y hasta jugaron al fútbol. También recordó, mientras comíamos unas morcillas de postre, la ocasión en que unos compañeros –cuando estudiaba en la Naval- lo tiraron atado a la piscina exterior en pleno invierno:

-Estos dedos me quedaron como morcillas.- dijo extendiendo la mano hacia delante, haciendo sombra por unos segundos sobre el rostro pleno de Elena. Ella le pasó el brazo rodeando su cintura. Él sonrió.

Raulito pidió, como siempre ante extraños, para tocar la tuba.

Si bien la tarde no era calurosa, la reunión sí, la simpleza, las gárgaras graves de la tuba, la cara de Esther embelesada de saber que Elena era feliz, los paladares de todos con gusto a asado y a vino. Toqué la tuba, cantamos marchas y reímos. Hasta bailamos, y el capitán y yo nos pusimos delantales de cocina e hicimos de mujeres. Luego brindamos: por la música y la marina. Ulises sintetizó, mirando a Elena y a Esther:

-Por las sirenas.

Rato después, se fueron.

* * *


Por la voz sollozante de Esther en el teléfono pensé que el tipo había muerto: se había ahogado o se había pegado un tiro en algún camarote lleno de humo.

Pero no.

Solo se había ido.

“A otro puerto”, pensé. No sé si con su esposa, o con otra, o solo. Cada elección implicaba cien posibilidades distintas. Quizás

se podrían contar y encasillar todas las variantes de una vida y luego moverse sólo dentro de esa combinatoria. Y las combinaciones igual eran infinitas. Pero eso no importaba. Porque cada vez que pensaba en Ulises pensaba en realidad en mí.

Cuando salí de Minas, después del partido, un trueno avisó tormenta. La lluvia me detuvo en Pan de Azúcar. Pedí un café, porque tenía frío y estaba todo mojado. Le agregué un chorrito de whisky.

Luego llamé. La línea se cortaba, iba y venía:

-Mirá Eduardo, Elena está acá... y el cuarto de Raúl... si me entendés, yo sé...entró much...

-Esther, no te escucho... acordate de prender...

-...en un mar de lág... Ulis...

-¿Esther...?

Pero se cortó la comunicación.

Yo miraba la ventana del bar, empañada de mugre, sudor y moscas. Prendí un cigarro y lo fumé lento, cuidando de que las cenizas cayeran en el pocillo, pensando en que aquel tipo hubiera sido un buen amigo. Hubiéramos entrado en confianza al poco tiempo. Le hubiera hablado de mí, de Esther, del niño, hubiera escuchado sus consejos. Pudimos haber bebido varias cervezas, fumando hasta tarde. Tuve ganas de verlo entrar por la puerta. Luego volví los ojos a la ceniza en el fondo del pocillo, dándome cuenta de lo estúpido del razonamiento.

Pagué, coloqué las manos sobre el volante, y estiré el cuello para ver mejor la ruta.

Elena se quedó esa noche en el cuartito del fondo, y seguramente estuvo toda la noche llorando. Esther la acompañó, como si Ulises Marrero las hubiera dejado a las dos. Cuando desperté creí por un instante estar en lo de mi hermana, en Montevideo, diez años atrás, porque estaba solo en la cama. El cuerpo de Esther no estaba a mi lado.

Bajé a desayunar y encontré un gran charco junto a la heladera. Esther, hincada, secaba el piso.

-Se descongeló anoche –me dijo con ojos aun rojizos. Silencio. Ojos hinchados, sin maquillaje.

Luego me dijo:

-Es que la tormenta cortó la luz.

Las dos habían perdido a Ulises. Y creo que yo también.

En la mesa, el rostro de Elena se confundía con los azulejos de la pared. En una hornalla hervía un jarrito con agua.

Dije “buen día”, pero nadie contestó.

El cielo ya se había limpiado de nubes.

* * *


Fui al club, tiempo después, porque me llamó Costiglia, que volvía a las canchas luego de su recuperación. Si no me hubiese invitado, capaz que no iba. Me dijo que había campeonato, que necesitaba pareja. Acepté.

-Por lo que estuve viendo, tenemos chances, che– me había dicho por teléfono. Esa leve confianza fue la que me hizo ir. Esa vaga chance.

El club estaba lleno de viejos que siempre tenían la opinión justa para todo. El ambiente transmitía una festividad y una dulce camaradería a las que yo era indiferente. Miré las caras, las muecas, los reproches sabidos de memoria. Pensé involuntariamente en Esther, que se había quedado en casa, escuchando la radio o haciendo los deberes con Raulito. Había comenzado a leer más y más folletos sobre los mormones y los testigos de Jehová. Hablábamos muy poco, casi no salíamos. Un día, buscando el martillo en el cuartito del fondo, me quedé un rato mirando el estuche de la tuba, último recuerdo de Ulises Marrero. Desde aquel no había escuchado sus notas graves.

Las bochas rodaban por el mejillón molido con gracia. Los aplausos eran intermitentes. Costiglia tenía en su mano un vaso de whisky sin hielo. Me convidó. Bebí un trago difícil.

Al final no nos fue tan mal. Perdimos en “semifinales” contra un viejo cirroso –un tal Venancio- que era pareja de Guzmán, el colmenero, el esposo de Elena, que tenía un pulso filoso para las bochas. Ellos fueron los que ganaron la final.

Cuando entregaron los premios, sobre una tarima, los dos subieron sonriendo a un fotógrafo que había contratado el club. Entre los viejos bocheros, por detrás del flash de fotógrafo, pálida y difusa, vi a Elena que aplaudía con discreción a su marido vencedor. No moví la cabeza, por miedo o vergüenza de encontrar entre la gente, también, el aplauso de Esther.

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Valentín Trujillo