2002
Narrativa
Estar en la cama con Marcelo me da frío. Él fuma y con su mirada recorre las paredes del dormitorio mientras yo intento adivinar por qué apenas termina el sexo, baja la temperatura. Su rostro se ubica tras los lentes, la barba y el humo y yo estoy tendida junto a un cuerpo que no reconoce el mío. Lo curioseo y él se deja. Siento deseos de acariciarlo y sacarle el frío. Lo abrazo y le gusta, pero no me abraza de vuelta.
Él no me observa demasiado cuando estamos desnudos. En cambio yo, lo exploro detenidamente. El rasgo más notable de su cuerpo es la uniformidad. Es una superficie sin contrastes marcados, de tonos tenues, que da una sensación de lejanía. Una vez atravesadas las barreras de hielo, me gusta besar su piel hasta que se me agrietan los labios.
Se desviste rápido para hacer el amor, pero después que termina, si no logro retenerlo, salta de la cama a la posición vertical y se vuelve a vestir en un minuto. Según dice como disculpa, es por el entrenamiento adquirido cuando sus rutinas estaban cronometradas, allá en la base de la Antártida. Lo miro sin saber qué decir y guardo en la boca el sabor mezcla de tabaco y piel. Pero Marcelo también se da frío a sí mismo. Desde el otoño, lleva tres prendas de abrigo y camiseta pegada al cuerpo. Cuando duerme exhala aire cálido por la nariz, pero si un pie sobresale de la cama se va cubriendo de hielo hasta que parece un glaciar y he visto cómo se le forma escarcha en la espalda si se resbala alguna de las mantas.
Hace tres meses, cuando lo volví a encontrar, habíamos andando buena parte de la vida por caminos que nunca se habrían vuelto a cruzar, si yo no me lo hubiera propuesto. Esto inclinará la relación a su favor.
La foto en el diario anuncia el regreso. Más allá de los sesenta grados de latitud Sur, en la zona más austral del planeta, intento adivinar su rostro amable entre las pieles de un abrigo. Averiguar cómo ubicarlo en esta ciudad es más fácil.
Él me espera sentado en un rincón oscuro del vestíbulo del hotel. Mi sonrisa queda fuera de lugar frente a su semblante árido, casi clandestino. Nos saludamos con escasa efusividad y luego me invita al bar del hotel. Yo no sé qué esperaba de él, pero algo en su voz me decepciona e intento que no se note. Recién ahí advierto el tamaño de mis expectativas: el entusiasmo era una de ellas. Nos sentamos en una mesa apartada del inmenso salón, que está vacío. El techo es altísimo, propio de un edificio antiguo. Es imposible abstraerse de la luz que cuelga de las arañas. Pienso que lo único que falta es que Marcelo pida agua mineral. Pero no voy a tomar ninguna iniciativa para que las cosas resulten como yo quiero y me incorporo a una charla que no es aburrida. Como viejos amigos nos contamos qué hemos hecho durante estos años.
La vida de Marcelo -como la de todo el mundo- es más bien un sobrevivir. Por reacción a la mediocridad él lo hace por caminos más solitarios. Después de años en el Polo Sur, donde atravesó laberintos de glaciares y venció invernadas australes, dice que ahora conversa y se ríe poco. Y que no se enamora. Me parece una advertencia inútil y no lo tomo en serio.
-Yo todavía creo que la vida debe vivirse con pasión.
-Pero las pasiones pueden resultar peligrosas -susurra, fuma y sonríe-. Un tipo de mi edad...
Me cuesta entender lo que dice y tengo que acercarme. Apoyo los codos en la mesa y también sonrío.
-¿A qué le tenés miedo? Está bien ser cauteloso, pero no al punto de paralizarte.
-La cautela, mi querida, es lo que me permite estar acá. Me mantuvo vivo en un lugar adverso e imprevisible.
-Pero ahora no estamos en el Polo. Hablamos de enamorarse. Por ejemplo... yo, jamás te haría daño. Tampoco dejaría que vos me lo hicieras... y si igual me lastimara, ya me sabría arreglar.
La respuesta es un silencio. Marcelo llama al mozo y yo termino mi trago.
El encuentro se pone mejor luego de dos whiskys y -sobre todo- cuando él hace un chiste y me toca la pierna por debajo de la mesa. No está todo perdido. Después de más tiempo del necesario, sugiere que subamos a su habitación. En la propuesta me parece que hay algo de resignación al cumplimiento de un deber, pero lo paso por alto y acepto. Solo lamento que no lo haya propuesto antes.
Subimos con los vasos en la mano, sonrientes, frente a la indiferencia del conserje. En la habitación hay una bruma que me resulta romántica. Parados al lado de la cama, llenamos el silencio con trivialidades. Sin previo aviso él se sienta y yo quedo sola de pie, sin saber bien qué hacer, hasta que siento su mano fría pasar entre mis muslos y con el brazo me atrae hacia él.
Me sigue gustando cómo besa. El sabor y su piel me acaloran. Soy una aguja imantada disparada hacia el Norte. Los labios exploran nuevos territorios. Nos besamos despacio mientras nos vamos sacando la ropa. Él siempre me lleva una o dos prendas de ventaja. Cuando ya no queda nada por sacar, estamos acostados sobre una superficie blanquísima. Me pregunta si estoy bien y yo me asombro de lo bien que estoy.
Si lo miro, pienso qué hago yo con este hombre que casi desconozco, en una situación tan aproximada. Si no lo miro, parece que siempre hubiéramos estado allí. Me pregunto qué será lo que me atrae de él, descarto su aspecto o su arte para seducir. Nos tocamos con más curiosidad que excitación. Yo descubro la uniformidad de su piel. Mis manos resbalan sin esfuerzo por esa superficie ondulada y suave. Él me acaricia de manera áspera, por momentos bruta. Pero me gusta. No quiero imponer rutinas de otros, para que luego resulte que en mi vida he sido acariciada por un solo hombre, con distintas caras. No quiero que se parezca a nadie. La segunda vez que nos vemos, antes de terminar el primer trago, soy yo la que le toca la pierna por debajo de la mesa del comedor. La abrazo con las mías. Él no intenta zafar, me pide otro whisky y acepta la invitación a quedarse a dormir. Una vez más, no podría decir si es resignación o interés disimulado.
-La luminiscencia es el espectáculo más extraordinario que he visto en mi vida... -dice de pronto, con los ojos entornados como si intentara verla.
Tomamos las bebidas sin apuro, mientras escucho cómo describe con voz ronca la aurora austral:
-... es un fenómeno luminoso que se produce arriba de los cien kilómetros de altura en la atmósfera. Y solo puede observarse al Sur del círculo polar -dice con cierto orgullo-. Las manchas y columnas de luz van cambiando rápidamente de color y adoptan formas fascinantes: arcos, filamentos, abanicos, luces ondulantes, llamas...
Sus palabras se clavan en mi cerebro. No puedo dejar de mirarlo. Las peculiaridades antárticas me resultan sumamente excitantes y creo que él lo sabe. Esto lo vuelve más excitante.
Cuando termina de contarme, sin necesidad de agregar nada, nos sacamos la ropa con movimientos rápidos y los ojos puestos en el cuerpo del otro. Quedamos desnudos sin habernos tocado todavía. Al acercarnos siento la primera descarga eléctrica. Hacemos el amor en el sillón como protones y electrones atrapados por el campo magnético terrestre. El choque de nuestras partículas provoca efectos luminosos que se despliegan en el techo de la habitación y veo claramente el brillo auroral, con sus filamentos que convergen hacia el cenit.
A la mañana siguiente trae el bolso donde guarda sus pertenencias y se muda conmigo. Una semana después, como él prefiere tener la ventana abierta de par en par durante todo el día -y la noche-, el apartamento se ha llenado de líquenes y musgos. Marcelo dice que el frío es bueno, porque así no habrá gérmenes.
Yo le digo que lo amo.
Sus ojos se espantan, pero sonríe y contesta con palabras de Camus:
-En estos días, por falta de tiempo y reflexión, uno se ve obligado a amar sin darse cuenta.
-¿Reflexión? No es para tanto. El amor no es más que una amistad con momentos eróticos.
-Pero nosotros ya no estamos para esos trotes.
-Dame un beso y no digas más pavadas.
-Vení, "momento-erótico".
Cada vez que estoy por convencerme de que no lo conmuevo, un aire cálido me hace dudar. No quiero darle la razón a la razón y prefiero seguir el impulso. Lo abrazo, aunque no me crea que lo amo. Pienso que algún día entenderé sus sentimientos.
En estos tres meses que llevamos juntos -o mejor dicho, cerca- él se mantiene en la línea blanca que separa el interés de la indiferencia. Hasta su daltonismo parece más una excusa para no distinguir matices, innecesarios para quien considera que debería existir solo un día y una noche, que durasen seis meses cada una. Se burla cuando digo que no volvería ni media hora atrás. Pero está claro que él no quiere avistar ni media hora adelante.
Por momentos se inclina hacia la dureza. Cuando dice que, igual que el explorador Amundsen -el noruego que fue el primero en llegar al Polo Sur, por no haber podido cumplir su sueño de alcanzar el Polo Norte- él se encuentra en el lugar diametralmente opuesto a su meta.
El día que resulte evidente aún para alguien tenaz como yo, que prevalece la indiferencia, voy a dejarlo. La austeridad que desarrolló en el Sur lo ayudará a soportar sin despeinarse. Es obvio que carece de todo, menos de paz interior. Imagino su expresión de iceberg que quisiera derretir de un puñetazo. Pero llegado el momento, no voy a demostrarle cuánto logra molestarme. Es curioso que siendo tan frío, pueda calentar tanto.
Esta noche no puedo engañarme y ocultar el frío de estar en la cama con Marcelo. Acabamos de hacer el amor y le temperatura amenaza con descender abruptamente. Su ropa lo espera amontonada en una silla pero no lo dejo levantarse. Procuro entibiar el ambiente con algo de conversación y le pido que me cuente acerca de la Antártida.
-Una vez fui a buscar volcanes marinos a la Isla Decepción -responde con una obediencia conmovedora. Arrimo el cuerpo al suyo.
-Qué triste suena.
-No sé por qué le pusieron ese nombre, porque la isla es espectacular. Tiene una bahía, que es el cráter inundado de un volcán sumergido.
Se incorpora para encender un cigarrillo y ponerse los lentes. Mientras me da la espalda, aprovecho para observar con detenimiento la fina capa de hielo que envuelve su torso. Vuelve a recostarse. Con el codo apoyado en la cama y la cabeza en la palma de la mano, lo miro fumar y lo encuentro atractivo, aunque todavía sigo sin saber por qué. No resisto la tentación de besar su piel. Pero me parece que solo el continente inconquistable es capaz de producirle verdadero entusiasmo y lo animo a continuar:
-Debe ser una maravilla.
-La playa es de polvo negro, porque -como dicen allá- "donde hubo lava, cenizas quedan".
-Me encantaría verla.
-No sabés lo que es -me mira interesado-. Desde la bahía ves glaciares que se despeñan en el mar con ruido de truenos, hielos flotantes que se unen o separan según venga la corriente, témpanos azules suspendidos sobre el agua...
La seriedad con que responde a cada uno de mis comentarios, es adorable. Pero temo que si le quito los ojos de encima, salte de la cama a vestirse. Para evitarlo, con la mano libre le acaricio el brazo. A pesar de que el contacto pretende ser casual, no pierdo la oportunidad de sentir los músculos del antebrazo, misteriosamente duros para su edad. Trepo hasta su hombro, recorro el pecho con las uñas y luego hago el camino inverso, en un movimiento mínimo que no estoy segura si él nota.
-Podrías llevarme algún día.
-Vos con esa sangre caliente que tenés, no aguantás ni media hora en el Polo.
-¿Quién te dice? Los contrastes a veces resultan -sonrío desafiante.
-Eso te gustaría ¿eh? -intenta sin éxito hacerme cosquillas y nos besamos como por reflejo- ...y te fascinarían las aguas heladas, que se templan con agua caliente que viene del volcán y emergen como fumarolas.
-¿Qué es eso?
-Columnas de vapor que salen del agua a ochenta, a noventa grados. Parece que el volcán fumara... -larga el humo lentamente, haciendo aritos-. Es una belleza.
-Entonces es cierto que más allá de las aguas heladas, existe el fuego subterráneo -lo abrazo con una pierna que cruzo sobre su pelvis y aprieto las caricias en el pecho.
-Claro -sonríe con ojos misteriosos-. El magma..., que es casi fuego sólido.
-El corazón del volcán -con un dedo húmedo marco dos veces el contorno de sus labios mientras él se queda muy quieto. Luego dice:
-Y en sus aguas heladas y calientes me bañé como Dios me trajo al mundo.
Lo imagino desnudo entre las fumarolas y siento en mi propio cuerpo el efecto del hidrotermalismo. Acorto distancias hasta quedar encima del suyo. Nos besamos con fuerza, como para borrar huellas de otros besos y siento su lengua humeando en la mía. Cada parte de los cuerpos se abraza a la del otro: rostros, pechos, sexos y piernas se enfrentan. Las manos acarician y aprietan a la vez y unos rápidos masajes en la nuca me provocan gemidos. Rodamos sobre la cama. La escarcha de su espalda comienza a derretirse sobre mi cuerpo y producimos fumarolas que se elevan como espirales de humo caliente. Por los latidos de mi corazón, la expresión entregada que solo tiene cuando está muy excitado y el calor que emerge entre mis piernas, calculo que debemos andar por los noventa grados.
Pero hay veces en que la dureza del clima limita el descontrol de las emociones. El viento puede hacer caer la sensación térmica antes siquiera de saber por dónde sopla. Por la ventana abierta entra un viento húmedo que choca contra la superficie fría de la espalda de Marcelo y se origina una fuerte ventisca de nieve. Siento un mar helado que me trepa desde los pies, que ahora advierto destapados. Pero aunque se trata de su espalda, él permanece ajeno a la tormenta y acelera su respiración.
Una vez más, se me congela el orgasmo.
No quiero echarlo todo a perder, pero necesito poner cierto orden en el afecto y lo aparto de encima, para que podamos mirarnos al hablar. Busco la sábana que quedó arrollada a los pies de la cama y me cubro.
-¿Qué tipo de relación te parece que puede tenerse en estas condiciones?
-¿Qué querés decir? -responde, todavía agitado.
-Que es imposible dejarse llevar por el cuerpo, con el frío que hace en esta habitación.
-Pero es saludable. El calor excesivo puede ser letal.
La inocencia de su semblante al responder, a esta altura, ya no me basta.
-¡No me importa! No necesito magmas ni fuegos eternos, alcanza con el prosaico fuego de una estufa.
Me levanto de la cama y camino por la habitación. Enciendo un cigarrillo y su mirada me sigue, desconcertada. Estoy cansada de hacer el amor fuera del amor, de creer que un día me amará o reconocerá que hace algún tiempo me ama, o que desde siempre me amó.
El juego parece haber llegado a su fin. Pero cuando veo estrecharse el límite de la convivencia, procuro suavizar la voz y darnos otra oportunidad.
-Para encender el cuerpo, necesito una habitación caldeada.
La felicidad nos la jugamos en las respuestas. Dejo que Marcelo decida por los dos. Extiende el brazo y toma un cigarrillo de la mesa de luz. Lo enciende con movimientos lentos y luego, con los ojos entornados para evitar el humo de la primera pitada, responde:
-Si tenés frío, ponete un abrigo.
Aprovecho que no me está mirando para estrujar mi caja de cigarrillos. Cuando el paquete no admite más pliegues y siento el tabaco que se pega en mis dedos, clavo las uñas en el sillón. Puedo aguantar las ganas de llorar, pero lo difícil es quitarme la escarcha que forman las lágrimas en las pestañas, sin que él se dé cuenta.
La inseguridad destruye una especie de decorado interior y ahora estoy temblando y los dientes castañetean. Sin protección, en la superficie de mí misma, soy un témpano a la deriva. La ventisca se ha transformado en una lluvia de copos blancos y redondos que inundan la habitación. La ventana permanece abierta. Por allí, junto a la nieve, también entra música árabe y olor a curry. Me doy cuenta de que es tarde y tengo hambre.
De pie, sacudo el cuerpo y la nieve que me cubría como un manto real, cae al piso y comienza a derretirse. Es una suerte que las angustias cotidianas no dejen huellas perdurables. Voy hasta el armario y busco algo cómodo para ponerme.
Mientras me visto pienso que la vida no es algo frágil, sino resistente, y está demostrado que puede soportar condiciones muy extremas. Es un fenómeno que tiene que ocurrir inevitablemente y no hay un solo lugar del planeta en que no haya logrado adaptarse. Para sobrevivir solo hay que saber consolar algunas horas amargas. Hace algún tiempo y en otro lugar, aprendí cómo hacerlo.
Entonces, me pongo el gorro con plumita y salgo en busca de alimentos.