Narrativa
El Cholo, un hombre de unos cuarenta y cinco años entrado en kilos, pelo ensortijado y algo canoso, ojos arrobados por la presión arterial, mantiene la costumbre, aun en domingo, de levantarse a la salida del sol, prepararse un mate tratando de no despertar a su mujer y a sus dos hijas, y salir a la calle. Eso hizo hoy por la mañana.
Se paró en la esquina de la calle nueva, a unos pasos de su casa, y se cebó un mate. Chupó despreocupado, con ganas, saboreando el amargor del agua con la cabeza gacha como si estuviera estudiando los remolinos chiquitos de la grava, uno o dos envoltorios de chicles, alguna ramita, pedacitos de vidrio marrón de un envase de cerveza destrozado. Después miró hacia arriba, hacia el espléndido cielo despejado y celeste.
Del otro lado de la calle, a media cuadra, vio una delgada columna de humo negro que lo distrajo un instante. Volvió a cebar, volvió a chupar haciendo sonar la bombilla, con la punta de su alpargata derecha trazó una línea semicircular sobre la grava. "Los gatos y los perros mean", pensó. "Es su forma de dejar sentado que estuvieron en algún lugar." Estuvo a punto de caer en uno de sus habituales ensimismamientos, pero miró el humo nuevamente. No era humo de malezas ni de basura, ese humo gris y liviano que la menor brisa rompe y disemina, sino de otra clase más espesa y compacta, más oscura y más turbia. Se cebó por tercera vez.
"Hay hombres que no dejan el menor rastro." Sintió que la frase se le metía en la cabeza, cerró los ojos, la dejó formarse por segunda vez esperando que lo condujera a una siguiente reflexión. Le gustaba ese juego imprevisto que cada tanto lo acercaba a conclusiones sorpresivas, luego sin otra utilidad que la satisfacción de sentirse capaz de ordenarlas sin que por ello adquirieran mayor sentido. "Hay hombres que no dejan el menor rastro." De nuevo lo distrajo la columna de humo.
-Ese no es humo de pasto ni de basura -murmuró para sí moviendo la cabeza. Buscó en el bolsillo de la camisa, sacó un cigarrillo y lo encendió. Se cebó, chupó.
Gustavo, el hijo de Juan, el electricista, salió en bicicleta de la casa de sus padres, en la otra esquina. Cuando estuvo casi frente a él, el Cholo lo detuvo con un gesto. El muchacho apoyó una pierna en el piso, inclinó la bicicleta y quedó mirándolo, interrogante.
-Ese no es humo de pasto ni de basura -dijo el Cholo señalando con la cabeza hacia la calle lateral.
El muchacho miró durante un largo minuto la columna de humo que subía ordenadamente al cielo, y decidieron investigar. El humo salía por la ventana del comedor de la casa del Sordo: un borbotón convulso y hediondo que tras sortear el alero se enderezaba con cierta prolijidad. Cada tanto el borbotón arrastraba un puñado de cenizas que habían ido depositándose en el porche, sobre un antiguo juego de patio de hierro forjado. En el frente de la casa, sobre un cuadrado de césped amarillento y a dos pasos del portón de entrada, el Sordo y su madre estaban sentados en unas viejas sillas de madera, mirando hacia la calle.
-Ese no es humo de pasto ni de basura -dijo el Cholo levantando la voz. La sordera del Sordo era conspicua y selectiva; él podía escuchar el menor murmullo de su madre, pero había días en que no era capaz de oír los pasos de una despavorida manada de elefantes huyendo delante de sus narices.
-No -le contestó el Sordo.
El Cholo cebó nuevamente y le acercó el mate a Gustavo. El muchacho chupó apresuradamente. Quería decir algo, dejar sentada una opinión, pero la bombilla estaba demasiado caliente.
El Sordo es un hombre gordo y sucio, siempre mal afeitado, de ropas astrosas, arrugadas y descoloridas, de patillas enormes como alguna vez, hace treinta años, se usaron al influjo de Elvis Presley y de Ringo Starr. La madre, una mujer anciana, también gorda, tiene los ojos saltones y un grasiento e intenso color blanco en la cara. Los dos viven de una pensión a la vejez que ella va a cobrar todos los meses al Club Juventud Unida, cuando vienen los pagadores del Banco de Previsión Social.
Hay vecinos que aún recuerdan, veinticinco años atrás, haber visto al Sordo y a su esposa comiendo pizza con mozzarella y tomando cada uno una botella de Coca Cola en el bar Acuario, frente a la estación, una noche de verano. Poco después la mujer lo abandonó y se fue a vivir con sus padres a cuatro cuadras de distancia.
-¿Cuándo empezó el fuego? -preguntó el Cholo.
-¿Cómo? -interrogó el Sordo.
-Empezó hace un rato, un poco antes de salir el sol -murmuró la madre casi sin abrir la boca.
-¿Cómo dijo? -le preguntó el Sordo a la madre.
-Dijo que cuándo empezó el fuego -susurró la mujer inclinándose levemente.
-Hace un rato. Antes de que saliera el sol. Yo ayer de tarde le había prendido fuego a los pastos del costado -señala hacia un camino ennegrecido al costado de la casa-, pero se ve que el fuego se metió por abajo de la casa y agarró el piso de madera del comedor.
-¿No llamaron a los bomberos?
-¿Cómo?
La mujer movió la cabeza negativamente.
-¿Cómo dijo?
-Si no llamamos a los bomberos -le dijo la madre inclinándose nuevamente.
-No -respondió el Sordo levantando los hombros, sin dejar de mirar hacia la calle.
El Cholo se cebó un mate y chupó obstinada, lentamente, mirando los eructos de humo y cenizas que salían desde la ventana. Le pareció ver arder con una fugacidad increíble la cortina de tul, un dejo rojo y enloquecido, más cenizas.
-Hay que hacer algo -dijo Gustavo, tartamudeante-. Hay que conseguir unos baldes. Le voy a decir a mi padre que venga a cortar la electricidad.
Madre e hijo no modificaron el rumbo de la mirada, ni siquiera cuando el muchacho cruzó el portón y montó sobre su bicicleta.
-¿Y ustedes?
-¿Cómo?
-¿Y ustedes? -gritó el Cholo.
-Nos dimos cuenta por el olor del humo -responde el Sordo-. Me despertó el olor del humo. Tenía como una gran sed -dice llevándose una mano de uñas amarillentas a la garganta y aprovechando para carraspear-. Entonces desperté a mamita y salimos.
-¿Por qué no llamaron a nadie?
Queda un segundo sin responder.
-¿Cómo dijo? -le pregunta a la madre.
-Dice por qué no llamamos a nadie.
-¿A quién íbamos a llamar?
-A algún vecino.
No responde. Mira hacia el vacío de la calle y busca entre sus ropas con la esperanza de encontrar el paquete de tabaco Cerrito y las hojillas de alquitrán, pero de inmediato se convence de que quedaron adentro y de que pronto serán presas del fuego. El Cholo saca su cajilla de Nevada y le ofrece uno.
-Dice que teníamos que haber llamado a algún vecino -murmura la madre dando vuelta la cabeza, suspirando.
El Sordo vuelve a levantar los hombros.
-Domingo. A esta hora están todos durmiendo.
Gustavo y su padre aparecen corriendo, cargando tres baldes. Mientras el Cholo y el muchacho se dirigen hacia los fondos en procura de una canilla, el hombre se detiene en el portón, luego investiga, ubica el contador de la luz en una de las paredes laterales de la casa e interrumpe el servicio.
-Llamamos a Pando, a los bomberos -anuncia el hombre.
La madre desprende una mano de su regazo y aprieta un brazo de su hijo como si hubieran escuchado una mala noticia.
-No van a tardar más de veinte minutos.
-Bueno. Bueno -dice la mujer palmeando el brazo del Sordo.
El Sordo y su ex esposa han seguido viéndose todas las mañanas desde hace veinticinco años, y es probable que cuando su madre muera ellos vuelvan a juntarse. Se cruzan en la panadería, en el almacén, cuando van a pagar las cuentas de la luz o del agua. A veces él la ve pasar rumbo a la parada del ómnibus y sale en su bicicleta. Los dos saben que esos encuentros no son casualidad y comparten la espera del coche a Montevideo sin decirse una palabra. Han envejecido sin sobresaltos, sin notarlo.
Ahora el Cholo, Gustavo y su padre corren desde el fondo cargando baldes de agua que dejan caer ventana adentro, tratando de evitar la marejada de humo negro que sale desde el interior. Después de varios viajes el padre de Gustavo intenta abrir la puerta del frente, pero el pestillo está tan caliente que le quema la mano. El hombre putea en voz alta, retrocede, se queja, maldice, va a dar casi adonde están sentados el Sordo y su madre.
El Sordo se arrima a la mujer.
-¿Cómo dijo? -pregunta avergonzado.
-Nada -dice ella moviendo la cabeza negativamente-. Nada -repite, y le vuelve a palmear el brazo.
El Cholo arremete contra la puerta ferrujienta. Golpea con los hombros una y otra vez, tomando impulso, cambiando de posición, bufando como un buey, acalorado, sudoroso, hasta que la cerradura cede y la puerta cae estrepitosamente hacia adentro. Una penumbrosa bocanada inunda el porche, una ola de cenizas, un olor a viejo. La columna de humo se desdibuja en el cielo, sobre el techo de la casa, y demora en reordenarse. Ahora echan baldazos por la puerta y ven cómo el piso de madera se ha ido consumiendo hasta dejar al desnudo una plataforma de escombros ennegrecidos y cómo una apolillada mesa y su mantelito de hilo arden envueltos en pequeñas llamas. Sólo en los bordes de la pieza quedan restos abrasados del parqué.
Cuando escuchan las primeras sirenas, Gustavo sale disparado hacia la esquina para alertar al carro de bomberos.
-¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen! -sale gritando tras esquivar al Sordo y a su madre, sentados frente al portón, mirando a la calle.
El Cholo se acerca a la entrada, se para frente a ellos. Está colorado como un tomate y la traspiración le corre a mares sobre la frente y las mejillas. Mira alrededor tratando de ubicar el termo y el mate. Los ha dejado contra un cantero de margaritas, pero desestima agarrarlos.
-El fuego debe haber entrado por un respiradero del piso -comenta.
-¿Cómo? -pregunta el Sordo.
-Sí, es lo que él piensa, que el fuego entró por debajo de la casa -responde la madre con voz fatigada.
-¿Cómo dijo?
-Dijo que el fuego debe haber entrado por uno de los respiraderos del piso de parqué -dice la mujer inclinándose hacia su hijo.
-Sí, sí -sostiene el Sordo categóricamente, con un dejo de fastidio-. Yo ayer de tarde le prendí fuego a los pastos del costado y el fuego debe haber entrado de noche por abajo de la casa.
El camión de bomberos se detiene con estrépito levantando una vaporosa nube de polvo. Del vehículo se baja una media docena de hombres vestidos con cascos y trajes amarillos y con máscaras que les cubren el rostro. Dos de ellos arrastran una gruesa manguera de amianto, pasan frente a la mujer y al hijo y acercan la boca al porche. Hacen señas desde allí, gritan. El chorro de agua no se hace esperar y surge con violencia, entrando a la casa por la ventana con un sonido rugiente, devastador.
Uno de los bomberos se acerca a la puerta en el momento en que la pared y el alero crujen. Retrocede a toda velocidad gritando que la pared está a punto de caer. Otros dos hombres bajan del camión con largos varejones y acometen desde el borde del porche contra la tambaleante pared, que no soporta más de dos o tres golpes. Cae, cae el pedazo de techo que sostenía, quedan a la intemperie los restos de un aparador de madera compensada, un antiguo televisor, la superficie ennegrecida de la pared interior y, sobre ella, una toalla convertida en tapiz con un acechante tigre de Bengala con los bigotes calcinados.
En diez minutos todo está bajo control: la casa con una pieza menos, los pisos anegados, los muebles devorados por el fuego, débiles, agonizantes hilos de humo aquí y allá, ladrillos desordenados, escombro, el juego de patio aplastado por las planchas del techo.
-Alguien tiene que firmarme esta planilla -dice, cuando todo termina, el bombero a cargo del operativo, quitándose la máscara y el casco amarillo. Luce una satisfecha sonrisa, una expresión de deber cumplido.
El Sordo mira a la madre interrogándola.
-¿Cómo dijo?
-Alguien tiene que firmarle la planilla -le susurra la mujer inclinándose levemente.
El Sordo se pone de pie y firma.
-¿Cómo empezó el fuego? -pregunta el bombero enarcando las cejas y haciendo desaparecer su sonrisa de un golpe.
-¿Cómo? -pregunta el Sordo.
-¿Cómo empezó el fuego? -repregunta el bombero al borde del grito.
-Por abajo de la casa. Por abajo. Yo ayer de tarde le prendí fuego a los pastos del costado y se ve que el fuego entró por uno de los respiradores del parqué, por abajo de la casa.
Se vuelve a sentar y suspira, como si fuera presa de un cansancio inhumano.
El camión reemprende la marcha. Antes de desaparecer calle arriba, el chofer hace sonar la sirena en señal de despedida. La madre vuelve a palmearle el brazo a su hijo; después, miran hacia la calle vacía.
Gustavo y el padre levantan los baldes que han quedado desperdigados; el Cholo recoge mate y termo. Por un momento piensa que debe decir algo antes de marcharse, pero concluye de inmediato que toda palabra dicha será irrelevante.
Antes de llegar a su casa se vuelve a detener en la esquina y se ceba un mate. La mañana ha avanzado y el sol es radiante y el aire más limpio que el que nunca ha visto en su vida. Baja la cabeza para chupar la bombilla. En el mismo sitio en donde estuvo parado al comienzo de la mañana se conserva la línea semicircular que trazó con la punta de la alpargata. Chupa. El gusto de la yerba lo complace.
Hugo Fontana