Si yo le cuento que entré al hotel y miles de mariposas amarillas se agitaron en el gran vestíbulo; y que bajo el Portal de los Dulces hay un hombre que redacta cartas de amor y desamor como lo hacía un personaje de El amor en los tiempos del cólera “que pasaba sus horas libres (...) ayudando a los enamorados implumes a escribir sus esquelas perfumadas”; si le cuento que las casas tienen la fachada colonial y colorida, los balcones están repletos de flores y alguna grieta que baja por las paredes como al descuido, pero no, y que apenas se traspasa el umbral hay patios que son selvas y que la humedad es tan grande allí que en el aire hay una lloviznita permanente y casi imperceptible que lo alivia a uno del calor de la calle; si le digo que en el Convento de la Popa hay una imagen de la Virgen de la Candelaria y que cada año se la baja del cerro, en procesión, ataviada con mantos lujosos que las señoras pudientes donan, y que la colección de esos trajes puede verse tras cristales como quien admira el ajuar de una princesa; y que para llegar al convento, hay que pasar por barrios con niños que no sueñan con mantos bordados, pero a los que les haría falta un par de zapatos, por ejemplo; y que las esmeraldas se ofrecen como si fueran vidrios de colores; y que una tarde inauguraron un monumento a Cervantes y a la mañana siguiente ya no podía escribir porque alguien había robado su pluma, y que pocas horas después ya la tenía de vuelta; y si le digo que hay un pájaro negro que se llama María Mulata y que anda bebiendo agua de las fuentes en las plazas y se pasea como un perrito por las calles con aires de dueña; y que en el Castillo de San Felipe de Barajas hay un laberinto sin luz y que un guía tuvo la ocurrencia de dejarme sola por unos segundos que fueron horas, y que, en lugar de disculparse, se reía como un niño después de una travesura; y que en el Museo de la Inquisición, entreveradas con potros, desgarradores y guillotinas hay pócimas de brujas con sus respectivas recetas, y que vi gente copiándolas con esmero quién sabe para usar cuándo y contra quién; y que las mujeres muestran lo que tienen con una sensualidad desbordante que a nadie sorprende, y los hombres piropean con gracia y no ofenden; y que en esos días era posible cruzarse con Carlos Fuentes, por nombrar a un grande, entrar a un restaurante, La vitrola, por ejemplo, y ver a Gabo sentado a una mesa rodeado de gente como una estrella de cine, firmando autógrafos o, simplemente, dejándose tocar, que era a lo que muchos aspiraban como si se tratase de la reliquia de algún santo, o el santo mismo. ¿Me cree usted si le cuento?
Aunque el escritor mexicano Jorge Volpi demuestra con su obra que no es necesario pertenecer a un lugar para escribir con una impronta local determinada, parece imposible no asociar la escritura de García Márquez con la realidad mágica de Cartagena. De esa aura se cubrió la ciudad hacia fines de marzo durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española. Se esperaban 2500 personas, pero se acreditaron más de 7000, y medio millar de periodistas de todas partes del mundo inundaron una sala de prensa que quedó demasiado pequeña. El homenaje a Gabriel García Márquez fue el punto más alto del evento. Escucharlo contar las peripecias del envío del primer manuscrito de Cien años de soledad (la mitad del manuscrito, debí decir; y, para ser más precisa, la segunda mitad, por equivocación), las piruetas de su esposa Mercedes para sobrevivir durante el año y medio en que él se encerró a escribir, la fe que ella siempre tuvo en él y en su trabajo, las bromas que durante todo el discurso intercambió con Fuentes, en fin, escucharlo fue dejarse hechizar una vez más por sus palabras, la sensación privilegiada de ser parte de un momento histórico.
En Cartagena de Indias, como en los textos de García Márquez, lo real no importa más que lo creíble, y adquieren trascendencia aquellas reglas de juego nunca escritas en las que se estipula que se ha de creer en los imposibles por la sencilla razón de que no es lo mismo real que verosímil. Así, durante una animada charla en el hotel Santa Teresa, a la que también asistieron el español Juan Cruz y los colombianos William Ospina y Óscar Collazos, a nadie sorprendió que el periodista colombiano Daniel Samper dijera que había visto a Gabo elevarse varios centímetros del suelo. Lo dijo al pasar, sin la menor intención de causar risas, y los allí presentes continuamos la conversación como si aquello que acabábamos de oír fuera lo más natural del mundo.
En estos días, el Presidente colombiano, Álvaro Uribe, ha declarado que iniciará nuevas acciones para rescatar a los secuestrados por las FARC, entre ellos, a la emblemática Ingrid Betancourt, ex candidata a la presidencia y que está desaparecida desde 2002. Nadie sabe qué sucederá, pero cada vez que surgen estos anuncios, y se agita la frágil convivencia, soplan vientos de miedo por lo que estas acciones puedan desencadenar. Los colombianos ya llevan varias generaciones padeciendo. Si vamos a los tiempos del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, allá por 1948, que ocasionó aquella enorme protesta popular, el sangriento Bogotazo, y nos enteramos de la vulnerabilidad de los campesinos tantas veces masacrados sin distinción de edad ni de sexo; si a eso agregamos el nefasto condimento del narcotráfico y la violencia que conlleva, en fin, si analizamos eso, sabremos algo más de Colombia, pero tendremos tan sólo una visión parcial de la realidad. Porque Colombia es víctima de esa historia, es cierto, y aún trabaja para sacudirse los lastres de muerte y sufrimiento, pero es también un pueblo pujante que no se resigna a ser la piedra en el zapato de este continente. Contaba el mismo Samper que en Bogotá, hace no mucho, un grafiti decía: “Nuestro país se derrumba; y nosotros de rumba”. No es la alegría despreocupada a la que se refiere el grafiti, sino a una particular forma de enfrentar los problemas, sin victimizarse, con coraje y memoria para no volver a cometer ésos u otros errores mientras se está en proceso de pacificación. Colombia es un país que se despereza, una esmeralda en bruto que ya va tallando sus facetas y encontrando bellos fulgores en el potencial de su gente, en la riqueza de su tierra. Por eso es tan importante que demuestren lo que pueden hacer cuando se lo proponen; el Congreso de la Lengua ha sido claro ejemplo de ello. Y los que vamos y vemos, regresamos a nuestros países y contamos lo que hemos visto: un país que quiere y puede.
En estos momentos, parece alejado de la realidad hablar de una Colombia sana, pero no es inverosímil creer que la paz y la prosperidad están en un futuro próximo. Para ello trabajan los colombianos de buena fe, la mayoría por cierto. Ésas son sus reglas de juego. Y yo les creo.
Claudia Amengual