La circunstancia obliga a limitar el asunto a considerar: Federico García Lorca fue un hombre de su pueblo, tomó su cultura y sus causas como suyas, las vivió y revivió en España y fuera de ella, las declaró de manera firme, las hizo poesía. En ese sentido fue un poeta político, pero me pasaré al presente del indicativo. Un poeta que considere el mundo es un poeta político. Un poeta que hable del lucro o del odio o de la pasión de amor, es un poeta político. Un poeta que hable de la muerte es un poeta político. No lo es, en la medida que sienta una especie de vocación editorialista en su poesía, lo que lo alejará de ella, de la poesía, y lo acercará a la fama, a lo mejor, como a tantos que andan por ahí escribiendo editoriales en formato literario. Eso se llama escritor de libelos.
No es el caso del poeta Federico García Lorca, nunca lo es, porque sublimó el lenguaje de su pueblo, por el que iba y venía con la velocidad de un programa de computación, y con la seriedad que requieren serios asuntos como la muerte, a la que degustó en otras tierras antes de sufrirla en la suya y en su carne, y a la que definió como una metamorfosis -un cambio de forma permanente y cíclico- en un poema de su libro de inflexión, Poeta en Nueva York, escrito entre 1929-30 -tan luego en esos años de crisis del capitalismo- que se llama “Introducción a la muerte” y que se analizará con el propósito de mostrar: los páramos por los que todavía andamos, la notable definición que el poeta establece como signo distintivo del sistema capitalista en su epítome y símbolo, Nueva York, que es la ansiedad por ser esa otra esencia que no se es y la tremenda sagacidad de la muerte para ocultarse como cosa mudable, como ansiedad prevista, como producto fungible de intercambio, nunca como tragedia, corolario natural o efímera grandeza que la palabra vence.
La muerte como forma que se elude buscando otra forma que aparece como superación y como ciclo competitivo, mientras lo esencial que no ha sido rozado siquiera, sigue allí, inmutable. La muerte como perpetua metamorfosis, ansiosa, permanente, inherente al propio sistema que el poeta lee en la ciudad de Nueva York.
La muerte como cambio hacia la imposibilidad más pedestre, no hacia la heterotopía, hacia la diferencia, hacia la revuelta contra un orden despótico que no nos necesita y, menos que menos, nos consulta.
La muerte por el deseo que inhibe el conocimiento de lo que somos o queremos ser. Deseo inoculado, insuflado, entre discursos sobre el esfuerzo, la dignidad, la probidad y el pago de impuestos.
Así este andaluz en Babilonia mira lo que vendrá y toma cuenta.
Qué esfuerzo
Qué esfuerzo del caballo por ser perro
Qué esfuerzo del perro por ser golondrina
Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja
Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo
y el caballo
qué flecha aguda exprime de la rosa,
qué rosa gris levanta de su belfo
Y la rosa
qué rebaño de luces y alaridos
ata en el vivo azúcar de su tronco
Y el azúcar
qué puñalitos sueña en su vigilia
y los puñales
qué luna sin establos, qué desnudos
piel eterna y rubor, andan buscando
Y yo, por los aleros
qué serafín de llamas busco y soy
Pero el arco de yeso
qué grande, qué invisible, qué diminuto
sin esfuerzo
Caballo, perro, golondrina, abeja, caballo. Primera metamorfosis. El caballo, animal lanzado, libre, soberano de sí, desea la esclavitud, la dominación, quiere ser perro. Quiere domesticarse, hacerse uno con su dueño, al que no se nombra pero se alude.
Llama la atención que el caballo, animal que inaugura la ansiedad del esfuerzo, sea el que trascienda hacia otro mundo, el vegetal, como más tarde se verá.
Tenemos entonces un esfuerzo por no asumir la propia condición, que en el caso del caballo fácticamente lo inferioriza, y en el resto de los animales agrega una situación de imposibilidad inmovilizante. Hay incluso un quiebre estético en el esfuerzo del caballo por ser perro, una vacuidad en el gusto propio, un ir hacia otro que se supone superior.
Por otra parte el perro desea ser golondrina, condición que parece entre otras cosas inoportuna, viciada de falsedad. El perro intenta un esfuerzo sin duda poderoso por recrear un vuelo que lo excluye. No es la superación, es el ridículo. No es la transfiguración bíblica, es un capricho de Goya. Y es un engaño, además. Engañemos al perro, parece decir el poeta, que con él engañaremos al hombre. El perro quiere trocar su fidelidad terrena y perruna por el vuelo del ave. Una permuta viciosa, tierra versus cielo.
Pero la golondrina, el ser alado que anuncia la primavera, la metamorfosis de la tierra muerta en tierra fértil, quiere ser abeja, labradora y sumisa, esclava de su trabajo, símbolo de la tarea del número por encima del individuo. A todos según la necesidad de todos, una falacia peligrosa y encantadora que a poco que se repare en ella, da por tierra con la regla a cada uno según sus necesidades, corregida por otra máxima: todos dando al grupo según sus capacidades, y no sólo hablamos de materia. La sociedad de las abejas con su jalea real y su destino de perpetuo sacrificio para la inmensa mayoría.
Es decir, el libre se esfuerza en la sumisión; el sumiso, como buen sumiso, se droga con la imposibilidad; el ser volador que anuncia el renacimiento aspira el vuelo, sí, pero el vuelo de un insecto que se ordena en una sociedad estrictamente sectorizada, donde el grupo subsume al individuo. El poeta parece deslindar responsabilidades, sólo observa el esfuerzo del caballo por ser perro, del perro por tratar de volar, y el de la golondrina que ya tiene condición de altura, en volverse insecto.
Pero las metamorfosis de la muerte continúan. Algo o alguien las auspicia, las sugiere.
En un verso que hasta mueve a la risa, la abeja desea ser caballo, pero cuidado que el poeta se está burlando de nosotros. Hay humor, quizás, hay juego dialéctico, puede ser, pero también hay un destino ominoso que el esfuerzo quiere, infructuosamente derrotar, la abeja quiere ser caballo, la regimentada especie busca la salvación en la libertad de otra especie.
Y allí está otra vez FGL, la abeja ansía ser otra cosa que la que su esencia le permite, lo que no es bueno o malo en sí, es, solamente, es. Este “es” es un “es” declarativo, no hallamos razón en la abeja, no podemos hallarla, hallamos ansia, esfuerzo. Multitud de la especie abeja, queriendo vencer su condición a ciegas. Multitud ciega, a qué aspira, a qué imantada metamorfosis es conducida. Esto no parece superación, parece esfuerzo, ciego esfuerzo.
Pero los cambios no terminan allí porque el caballo desea ser rosa. Y el poeta se pregunta qué esencia que ya no posea, flecha aguda dice FGL, puede extraer de la rosa. Quiere la belleza, no. El esplendor, tampoco. No hay arquetipos platónicos aquí. La rosa gris, es el producto del esfuerzo sin sentido del caballo, flor de su belfo, flor del yugo, de la muerte.
Y la rosa -porque la dinámica de Nueva York que atosigó al poeta lo lleva a trasladar su vorágine a los símbolos de su tierra, de esa lengua que FGL sublimó- la rosa desea la movilidad de luces y alaridos atados a su tronco, sumados como adornos pueriles a su natural condición.
Nadie está conforme en este cuadro introductorio de la muerte, la muerte no ha llegado pero no importa, llegará a un mundo de inconformes. Arribará la muerte a sus víctimas esforzadas en lograr lo que tienen o lo que no tienen, poco importa la discriminación en este punto, y hasta involucrará al azúcar y al puñal.
O peor aún, el azúcar vuelto cristal de puñalitos. El bello asesino en la medida de sus limitaciones es tan asesino como cualquier genocida. Todo es un problema de escala, parece decir el poeta, no de esencias -que se han perdido desde que todos quieren ser otra cosa- de posibilidades de mutar y mutar y mutar hasta el puñal, navegando sobre un establo, puñales hechos luna, luna que busca rubor y piel eterna, condición humana, animal y vegetal. Condición de la vida que la propia vida esforzada en un cambio de muerte ha obtenido o al menos el poeta piensa que se ha obtenido o que corre el riesgo de obtenerse, que en todo caso y dada su peripecia personal, aterra y oprime el corazón.
Pero el poeta se introduce en el poema. Seráfico y en llamas busca y es. Y lo oprime ese arco de yeso, interesante imagen de la vanagloria, grande, diminuta, invisible, en su esencia y en su peligro: la vanagloria también es metamorfosis de la muerte, fuego fatuo, nuevo caballo en busca de su nada, empeñado en su esfuerzo sin esfuerzo, como una predestinación del rufianismo poético.
Una última palabra para el tono del poema, FGL utiliza el signo de exclamación para cada verso excepto en tres: y el caballo, y el azúcar, y la rosa. Casi una delimitación de los tres reinos, el animal en el caballo, el vegetal en la rosa y en el azúcar los cristales, que podrían significar el reino mineral. Subyace en estos versos no exclamativos, la idea de totalidad de lo real, de lo que existe, de lo que es, por sobre la interpretación del poeta, como debe ser de acuerdo al tono de todo el libro, porque la poesía no es vulgar manifiesto político, pero tampoco es su opuesto: enumeración permanente, sea de objetos o de sentimientos. Y FGL lo deja establecido en su poema para beneficio de los que leen poesía, los menos, y de los que la escriben lamentablemente los más.
Álvaro Ojeda